Bordeando hábilmente la frontera del caos y la anarquía, la presidenta brasileña Dilma Roussef ha asumido una ruta políticamente compleja pero éticamente correcta: ha dado marcha atrás con algunas decisiones de gobierno polémicas y ha ido mucho más allá, al proponer no solo retroceder sino reiniciar el camino hacia nuevas metas.
Diez días de marchas de protesta contra el aumento al transporte colectivo y el rechazo a las inversiones que el Gobierno hace para construir los estadios de la próxima copa mundial llevaron a la mandataria a rectificar la ruta. Depuso el incremento y anunció hace un par de días que convocará a la reforma del sistema político del país, buscando una renovación de la forma de hacer gobierno en la poderosa nación del hemisferio sur.
Rouseff comprendió el riesgo de retroceder en una disposición polémica y, sin duda alguna, contrastó el daño a la gobernabilidad con el daño a los intereses del pueblo. Un presidente puede avanzar por encima del descontento popular y cumplir su voluntad con relativa facilidad en nuestras democracias, pero sabe que agrede los intereses de alguien y falta así al supremo compromiso de servir al pueblo. Sabe también que cada vez que retrocede se expone a la crítica, arriesga la gobernabilidad y se expone a la desobediencia incitada en sectores interesados, porque encuentran estos la medida y el mecanismo para debilitar el ejercicio de la autoridad.
De ahí que a pesar de ser acciones administrativamente necesarias, la forma de resolver el descontento revirtiendo algunas decisiones, siempre llamará a la crítica y la intriga de los enemigos del gobernante. Pocos valorarán la correcta y obligada decisión de enmendar la plana que algunas veces asumen las autoridades, a pesar de que en el fondo quienes protestan lo hacen no solo para hacerse escuchar, sino con la esperanza de que el poder conferido por el pueblo a quienes administran el gobierno sea respetado y obedecido. Eso se llama certeza y supera con creces las expectativas que siempre se acarician en la mente del pueblo.
En este punto cabe hacer una reflexión sobre las consecuencias del retroceso de la señora Roussef: ¿qué hubiera ocurrido si el gobierno brasileño no retrocede e impone a sangre y fuego el nuevo precio al transporte y deja de cumplir con los compromisos domésticos de educación, salud y seguridad con tal de celebrar un campeonato mundial de futbol al máximo nivel imaginable?
Retroceder ante una protesta comprensible es parte de la democracia. No hay más. Es ejercitar el mandato popular por encima de la decisión individual y/o colegiada del Gobierno. Es comprender que solo siendo fuertes es posible rectificar la marcha y reiniciar la trayectoria que se ofreció y que esperan los ciudadanos. Por eso es que resulta interesante subrayar la acción de la presidenta Roussef: en la mente de los políticos radicales, el retroceso de su contraparte es una muestra de debilidad que debe ser explotada para causar el máximo daño posible al contrincante. La presidenta aceptó el reto, segura de que saldrá airosa. La política entendida como la búsqueda, conservación y gestión del poder tiene un límite, y ese está irremediablemente vinculado con los intereses populares.
Benjamín Disraelí, ex primer ministro británico, sostuvo que la diferencia entre un estadista y un político es que mientras el primero piensa en las futuras generaciones, el segundo piensa en las futuras elecciones. Dilma Roussef lo comprendió y tuvo el valor de anteponer al pueblo sobre el gobierno.
Guatemala, 26 de Junio, 2013
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